Mientras el amanecer iba robándole a la noche sus últimas horas, pude observar cómo la ciudad se convertía en una alegoría urbana de mi propia vida augurando un futuro que parecía amalgamado con las fachadas de aquellos edificios: definidos, estáticos, perennes y, en definitiva, asfixiantes.
Había bastado cruzar una calle para dejar atrás el diseño armónico de esas construcciones que, en su naturaleza mediocre, se erigían sin duda algo inciertas y alienantes. Tenía que ser ahí. En la trastienda de los devaneos y el alborozo, donde se podía escapar del murmullo provocado por los noctámbulos que arrastraban ya la resaca prematura de la madrugada, repitiendo la misma escena de siempre antes de que se cerrase el telón.
Mis botas ya habían pisado antes esa calle trasera y no era la primera vez que protagonizaba una situación como aquella, acompañada de desconocidos que se convierten en perfectos compañeros de fatigas para hilvanar una red de confianza fingida y temporal. Sin embargo, esta vez encontré la manivela de mi propia puerta de atrás y decidí dejarla entornada, a pesar de que la incertidumbre se intuía tras el quicio.
Habiéndome despojado de la seguridad y la certeza, mi cuerpo se volvió más liviano y solo fue necesario un ligero soplo de aire nuevo para colarme en esa habitación a través de la rendija que presentaba la puerta entreabierta. Como la cultura etrusca, aquella estancia encerraba un escenario ecléctico compuesto por diferentes texturas y elementos que, a primera vista, parecían totalmente ajenos pero en su conjunto encajaban a la perfección fundiéndose, como yo, con el halo rojizo que se apoderaba del ambiente.
Buhardillas, callejones, atajos, puertas traseras. La cara b de las cosas más evidentes había estado siempre presente aunque yo solo la hubiese recorrido a medias y de puntillas, evitando bajar demasiados escalones para poder alcanzar fácilmente la salida en caso de emergencia. Sin embargo, hubo un instante entre esas cuatro paredes en el que decidí no concederme tiempo para pensar y doparme así con un chute de cotidianidad alternativa, a sabiendas de que terminaría por alterar el orden establecido en el momento menos adecuado.
Con los brazos en alto supe que mientras él me quitaba el vestido yo dejaba caer todas mis armas sin intención de recuperarlas, comprendiendo lo absurdo que resulta protegerse del miedo irracional a algo que nos gusta y que, a priori, no puede doler.
Auxiliada por el tiempo y libre de escudos que dificultaran la percepción de mis sentidos, me permití observarle en cada una de sus imágenes, descubriendo que mi preferida era la original; la única que no me había enseñado. Quizás porque se preocupa en no mostrarla demasiado o porque cuando lo hace surge de manera espontánea, a mí aún me entretiene encontrar piezas al lado de una mirada o debajo de un silencio para jugar después a encajarlas en esa imagen tan suya que siempre se presenta incompleta.
No necesito completar el puzle. La búsqueda forzada de las piezas se convertiría en una tarea ardua y monótona que anularía el factor sorpresa que se activa cada vez que él me muestra, sin previo aviso, cuántas cosas pueden esconderse detrás de una apariencia prefabricada. Una explicación que no ha sido pedida, una confesión accidental o una conversación en la que las palabras dejan que los silencios cuenten la historia: en resumen, una suma de actitudes desordenadas cuyo resultado no puede servirme de puente conocerle pero sí para intuirle.
A pesar de que fingir despiste es una costumbre que tengo muy arraigada, la última noche aprendí que yo tampoco perdonaría a alguien que no supiese volar. Sin embargo, la rotundidad de la afirmación me parece excesiva, pues el secreto no es que el otro vuele sino que sepa invitarte a volar sin miedo al aterrizaje.
Agregar comentario