Emilia tiene dos hijas de 13 y 10 años de las que se ocupa en su cuidado y atención con mucho esmero. Emilia dejó de trabajar cuando nacieron sus hijas, con el fin de poder atender todas sus necesidades y de ser el principal referente de sus hijas en su proceso de crecimiento y desarrollo. Siempre había querido ser madre y sabía que ese momento sería prioritario para ella, incluso dejando de hacer cosas que le interesaban y que eran verdaderas prioridades para ella, en otro momento de su vida.
Un día ella comenzó a darse cuenta de lo que significaba que sus hijas no eran de su propiedad, fue una visión reveladora que le permitió entender que esas personas, a las que llamaba “mis hijas” desde que nacieron, no son una pertenencia como tal, sino unas personas con autonomía y capacidad de decisión propia. Emilia volvía a tener ganas de poder hacer cosas que también le parecían importantes como ocuparse de sí misma, tener tiempo para leer o para consultar informaciones distintas a las que llevaba años dedicada. Miraba de reojo los horarios de alguna actividad que le gustaría poder hacer y volvía a negárselo hasta el año que viene. Emilia era consciente de las niñas se estaban haciendo mayores, pero seguía supeditando sus horarios, sus actividades y sus interesas a ellas y a sus necesidades, aunque sin dejar de quejarse, de lamentarse y de hacerlas sentir egoístas y exigentes, pero sin hacer nada distinto para cambiarlo.
Muchas mujeres, como Emilia deciden dedicar una parte de su vida a todo lo que es la crianza y educación de sus hijos. Incluso en los casos en los que se compagina esta actividad con un trabajo fuera de casa, son muchas mujeres las que se eliminan a sí mismas y dejan de atenderse, de escucharse, de cuidarse. En algunos casos, con el paso del tiempo, esta dedicación absoluta se convierte en una exigencia hacia esos hijos e hijas que pretende coartar su libertar y que les supone una exigencia para “devolver” la atención recibida en lo que se conoce como chantaje emocional, que no tiene límites satisfactorios.
Y si alguna de esas mujeres, como Emilia, en algún momento de su vida se separan de su pareja y se quedan solas con esos hijos o hijas a los que siguen dedicando todo su tiempo y atención (aunque también pasen tiempo con su padre), entonces tienen la excusa perfecta para anularse todavía más detrás de la necesidad de ser la única persona que está ahí para atenderles y cuidarles. ¿Y qué ocurre ese día en que esos hijos e hijas se empiezan a alejar y a hacer su vida? Ese día Emilia no se reconoce, no sabe lo que necesita, lo que le gusta, lo que le interesa. No sabe que existe porque casi dejó de hacerlo tiempo atrás, se olvidó de sus derechos y de su máxima necesidad: ser feliz ella para poder hacer un poco más felices a los demás; también a esos hijos que, aunque los nombre como “suyos”, no le pertenecen, ni le pertenecerán jamás. A los hijos se les quiere, para que aprendan a querer, pero no se les somete como si fueran una propiedad. Y a una misma, a Emilia, hay que recordarle que su felicidad es cosa suya, sin excusas, sin complejos, porque cada persona vale la pena por y para sí misma. No lo olvides Emilia.
catalinafuster.com | Psicóloga y Coach
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