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Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”.

“La oscuridad devora las últimas luces del día en La Mancha, la tenue llama de un candil ilumina la austera cocina de la casa de labranza; Ignacio, sentado sobre la esquina de un camastro de piedra, dobla su cuerpo e inclina su cabeza para desatar sus albarcas tras la dura jornada. A su lado Manuel, el joven campesino, levanta una azuela y golpea con todas sus fuerzas la nuca del postrado, que cae de bruces al suelo quedando inerte en medio de un creciente charco de sangre”.

Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”.
Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”. Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”. Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”. Tierra ensangrentada. El crimen de “Pocopán”.
Nicolás Ramos Pintado – Periodista
Domingo, 02/02/2014 | Región, Ciudad Real | Portada, Sucesos, Sociedad, Cultura

La historia que pasamos a contar forma parte de la “crónica negra” de la España prebélica de los años 30”, y nos retrotrae en el tiempo hasta 1933. A modo de apunte etnográfico, en estas fechas los campesinos visten de manera humilde con pantalón generalmente de pana, ancho, que ajustan a la cintura con una fina cuerda o con un cinturón de piel curtida, calzan albarcas y protegen sus pies con recios trozos de tela “peal” que doblan con cuidado para que los pliegues no les provoquen rozaduras; finalmente rematan el laborioso trabajo atando albarcas y peal al tobillo, en una filigrana de cuerdas que sellan con el bajo del pantalón impidiendo la entrada de la tierra; completan la indumentaria con un blusón pardo o gris y cubren la cabeza con pañolón del mismo color anudado al cuello o a la nuca o a un sombrero de paja de ala ancha.

El sol matinal deslumbra la vista e ilumina en la distancia la cal blanca de los coceros, pequeñas casas de labranza que motean el paisaje, en el que no es difícil ver en la distancia algún rebaño de ovejas con su pastor y los perros, o el discurrir de un tren por la vía férrea entre la Meseta y Levante.

No es que haya mucho que ver allí…  Pocopán forma parte de la arquitectura rural, estancias cimentadas en piedra y acabadas en tierra, prensada y encaladas, agolpadas anárquicamente unas sobre otras y rematadas con un camarín que alguna vez fue utilizado como palomar, varios corrales, y en su entorno, pequeños vestigios de edificaciones ya desaparecidas.

La casa de Pocopán, es una quintería manchega que hoy, a duras penas, se mantiene en pie. Dedicada a la agricultura y la ganadería está situada en un cruce de caminos entre viñedos y tierras de labor, sus propiedades, en origen, estuvieron divididas entre los términos municipales de Socuéllamos y Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real; zona eminentemente agrícola, que con el paso del tiempo fue cambiando su llana orografía por culpa de las múltiples canteras de arena abiertas en la zona que acabaron rasgando su manto; lo que nunca cambiará será su nítido cielo azul y su horizonte limpio, rara vez perturbado hasta donde alcanza la vista.

La forma de expresarse en la zona es extraordinariamente singular,  marcada por los localismos de esta parte de La Mancha, pero sin perder la campechanía se habla siempre en tono alto y en continua afirmación y posesión de la verdad. Se podría decir que el que tiene la palabra está en lo cierto.

En 1933, recién estrenada la II República, el país vive un año de gran agitación  política y social, algo que acaba teniendo su eco en Campo de Criptana, lugar de nacimiento y residencia de los dos protagonistas de nuestra historia.

Arrancaba el año con un suceso luctuoso ocurrido en la limítrofe localidad de El Toboso, donde el 7 de enero muere una niña de veinte meses al ser atropellada por una camioneta dedicada al reparto de pescado. El vehículo con matrícula de Ciudad Real resultó ser propiedad del vecino de Campo de Criptana D. Blas Aillón.

El 20 de enero es asaltada la finca de D. José Alonso Orduña, ex presidente de la Diputación de Madrid. Tras la intervención de la Guardia Civil fueron desalojadas unas doscientas personas que se dedicaban a cortar leña en el monte del hacendado.

En la misma fecha el Alcalde de Campo de Criptana D. Gregorio Ortiz, del partido socialista, reclama la intervención de las fuerzas de orden público por un intento de agresión durante la celebración de un pleno en el consistorio.

El mismo alcalde fue acusado durante el año de impedir la celebración religiosa en algún entierro católico y de amenazar con movilizaciones en la calle si no cambiaba la actitud de los opositores.

El 29 de septiembre grupos de hombres y mujeres impiden la salida al campo de los vendimiadores, formando posteriormente una manifestación frente al Ayuntamiento en la que demandan de los bodegueros el pago de 15 céntimos por kilo de uva. El alcalde ordenó fijar un cartel en el balcón principal con la relación de demandas y se comprometió a trasmitirlo a las autoridades pertinentes. El hecho no satisfizo a los manifestantes, que acabaron entrando en el consistorio retirando con gran descontento la misiva del balcón.

El 9 de Octubre se disuelven las Cortes y se convocan nuevas elecciones en España.

El 23 de octubre una comisión con representantes del sector  de propietarios agrarios, radicales y conservadores, protestó enérgicamente ante el gobernador civil de Ciudad Real por la situación política que se vivía en Criptana. Acusó al alcalde y concejales socialistas de no dejarles expresarse con libertad en los plenos municipales, y de maniobras electoralistas para amedrentar a las mujeres con el objeto de que se abstuvieran de votar en las próximas elecciones.

A finales de octubre el escenario de nuestra historia, Pocopán, situado a unos 30 kilómetros de Campo de Criptan, en dirección este, era un lugar poco o nada conocido salvo para la gente del campo de las poblaciones cercanas, Socuéllamos, Tomelloso y Pedro Muñoz, que hablaban con sorna de aquellas quinterías marcadas por la pobreza o escasez de aquellos años, “Pocopán”, “Pocoaceite” y “La Miseria”.

Explotaba aquellos parajes Ignacio Huertas Carrillejo, segundo vástago de una familia de seis hijos con residencia en Campo de Criptana, propietaria de tierra y fincas en la zona. Ignacio era hombre casado, padre de dos hijos, que contaba treinta y seis años de edad y lucía mediana estatura y pelo rubio; era conocido por su carácter irascible, cuentan que Ignacio solía chocar frecuentemente en sus relaciones con los demás.

Trabajaba a sus órdenes, como peón, el joven de diecinueve años Manuel Segovia Lucas, vecino de la misma población, que ganaba su jornal como asalariado ayudándole en las labores del campo.

El 25 de octubre, mediada la semana, amo y zagal están acabando las labores de siembra. Ahora sólo faltaba que el otoño trajera lluvias y que las heladas no malograran el trabajo.

Aquella mañana no parecía diferenciarse a las demás salvo por el cielo encapotado que impedía ver el sol. Desde temprano Manuel mantiene en equilibrio la vertedera de un antiguo arado romano arrastrado por una mula con el que dibuja surco tras surco el barbecho; la costra suave y las hierbas secas del otoño se voltean a su paso, la tierra deja entonces ver el color real de sus entrañas, marcado por la gama de óxidos de la que está compuesta, rojo tierra, rojo ocre, rojo sangre…

El joven gañán repite una y mil veces la misma rutina hasta que la parcela de tierra, en perfecta simetría, dibuja un suave mar de ondulaciones por el que Ignacio caminará con medio saco de semillas atado por los extremos a su hombro a modo de alforja. El hombre va esparciendo a puñados la simiente. Decenas de pájaros en pequeñas bandadas se agolpan a su paso para picotear el grano o las pequeñas lombrices que el paso del arado dejó al descubierto.

Nuevamente Manuel vuelve con la mula a la parcela, pero ahora en lugar del arado de lo que tira el animal es de un largo madero a cuyo paso por arrastre se produce el sellado de los surcos, quedando el grano enterrado y listo para su germinación.

Tras la puesta de sol el amo da por finalizada la faena, y junto al peón se dirige con las mulas del ramal a la casa. Tras encerrar y echar de comer a los animales, ambos se enzarzaran en una de sus habituales discusiones, que fue subiendo gradualmente de tono. Esta vez el tema de los reproches de Ignacio a Manuel es que el joven se había despistado dejando por cubrir de tierra una parte de los surcos en la última parcela sembrada.

- Mira que te lo tengo dicho: no pones ningún interés en lo que haces. Si sigues en las mismas ve pensando quién te va a pagar el pan mañana.

- Con la miseria que me paga no tengo ni para pan.

- Pues de la próxima paga te descuento el trabajo mal hecho, lo mismo que hay Dios.

- Ignacio, usted sabe que no lo hice a propósito, y ya me tiene harto con tantas amenazas.

- A ti te va a pasar lo que a Alfonso XIII, que te vas a tener que ir de España si no tienes más educación y respeto a los mayores. Y si piensas que esos jovenzuelos con los que te juntas te van a resolver las cosas, vas listo.

- Mire, ¡ya está bien! Precisamente la República defiende nuestros derechos y nos ampara a los trabajadores de los abusos que el amo comete contra el peón. Así que tenga cuidado también usted con lo que dice.

- ¿Me estas amenazando, inútil?

- Solo le digo, amo, que deje de insultarme, que en una de éstas acabaré haciendo una tontería.

La discusión continuó enmarañándose como una maldita tela de araña.  De los reproches se pasó a los insultos y a las descalificaciones. El tono agrio de las palabras hace que hasta la garganta de los dos hombres suba el amargo sabor del odio y el desprecio mutuo.

La oscuridad devora las últimas luces del día en La Mancha, la tenue llama de un candil ilumina la austera cocina de la casa de labranza; Ignacio, sentado sobre la esquina de un camastro de piedra, dobla su cuerpo e inclina su cabeza para desatar sus albarcas tras la dura jornada. A su lado Manuel, el joven campesino, levanta una azuela y golpea con todas sus fuerzas la nuca del postrado, que cae de bruces al suelo quedando inerte en medio de un creciente charco de sangre.

Tras unos instantes de duda, ante la inmovilidad de Ignacio, Manuel balbucea unas casi ininteligibles palabras:

- Amo, ¿Está usted bien? Veré, es que me saca de quicio, y en una de éstas… ¡amo!, ¡amo!…

Pero Ignacio ya no contesta. Un hilo de sangre sale por su nariz hasta dibujar un pequeño charco de un intenso color ocre oscuro entre el empedrado suelo de la cocina, que vaticinaba lo peor. Cuentan las crónicas de la época que Manuel tuvo la sangre fría de cenar junto al cadáver. Después soltó las tres mulas en la estancia, quizás con la intención de crear confusión en la escena del crimen: era evidente que los animales patearían con toda probabilidad varias veces al difunto hasta que fuera encontrado. Luego cerró con la llave la puerta de la casa, y la pasó por debajo de la misma y marchó a la estación de ferrocarril de Rio Záncara, desde donde se desplazó en uno de los primeros correos de la mañana hasta Campo de Criptana.

Al llegar al pueblo, Manuel se dirigió al domicilio familiar del amo y tocó la puerta de la casa. A su llamada abrió María Ignacia, la mujer del amo.

- Buenos días Manuel, ¿cómo tú por aquí?, ¿ha pasado algo?

- No, que va, que he tenido con Ignacio una de nuestras discusiones y me ha despedido. Pero mire, mejor, que ya me tenía harto.

- ¿Y yo que puedo hacer por ti, muchacho? – Preguntó la mujer en tono apesadumbrado.

- Dice su marido que me dé el salario que me debe de los últimos 15 días, y en paz.

- No sé, zagal. Tú sabrás. Y ¿qué vas a hacer ahora?

- Lo mismo me marcho a Francia. Dicen que allí se encuentra trabajo con facilidad.

Pero los remordimientos hicieron presa en Manuel, que se refugió en la casa de sus padres y esperó con angustia el desenlace de su acción.

El 27 de octubre la noticia corrió por el pueblo como reguero de pólvora.

- ¡Dicen que han encontrado muerto en Pocopán a Ignacio Huertas!

- ¿Muerto? Pero si era muy joven …

- Cuentan que lo han pisoteado las mulas y que tiene un golpe en la cabeza, y que estaba sobre un charco de sangre.

Manuel no pudo aguantar más la presión y, aconsejado posiblemente por uno de sus hermanos mayores perteneciente a la policía local de Campo de Criptana, decidió entregarse voluntariamente a las autoridades, reconociéndose autor del crimen, por lo que ingresó inmediatamente en prisión.

El 21 de junio de 1934, ocho meses después del suceso, en la Audiencia de Ciudad Real se vio la causa instruida contra el obrero campesino (palabras textuales) Manuel Segovia, que mató a palos por cuestiones sociales a su patrón Ignacio Huertas.

El fiscal solicitó 27 años de reclusión mayor por entender que existió alevosía. El abogado de la defensa, Sr. Calatayud, expuso cuatro atenuantes que la fiscalía aceptó modificando sus conclusiones, reduciendo su petición a diez años de cárcel.

El jurado emitió veredicto de culpabilidad y la Sala condenó al procesado a los diez años solicitados.

La defensa anunció que recurriría la sentencia ante el Supremo, quedando en preparación el expediente de indulto del procesado.

Coincidiendo con el  primer aniversario del crimen, el 26 de octubre de 1934, Manuel Segovia Lucas es detenido por una patrulla de la guardia de Asalto en las inmediaciones de la cárcel en la que cumplía condena,  en compañía de otros dos reclusos. Al ser cacheados se les encontraron dos cucharas en forma de gancho unidas por una cuerda que los fugados habían utilizado para descolgarse por los muros de la prisión, a la que fueron devueltos.

Cuentan que dos años más tarde, como consecuencia del inicio de la Guerra Civil, Manuel se acogió a una amnistía general que en 1936 permitió a ex convictos poder alistarse en el Ejército de la República para redimir sus condenas. Sea como fuere, su estela se pierde en aquellos años oscuros de la Historia de España, en los que la vida y la muerte dejaron de tener importancia.

…”Con alfileres de plata
mi sangre se puso negra,
y el sueño me fue llenando
las carnes de mala hierba.
Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra”…

“Bodas de Sangre” F.G. Lorca (Obra teatral estrenada en la primavera de 1933 en Madrid)

La triste historia de Ignacio Huertas se reduce a que fue encontrado dos días más tarde de su violenta muerte por los peones de una finca cercana, que, extrañados por no ver actividad ni en la casa ni en el campo, se acercaron para comprobar qué pasaba. Era obvio que al llegar tuvieron que forzar la puerta, y que una vez dentro encontraron el cadáver pisoteado por las mulas y en avanzado estado de descomposición, apreciándose que partes del rostro habían sido devorados por las ratas.

- ¡No me hable de Ignacio! Sí, le conocí de muchacho.

¿Carácter? ¡Una tormenta en agosto sería más tranquila! Pero su madre, en cambio, era una bellísima persona. Con un corazón grande como una casa. Y su padre, lo mismo. Los dos, gente sencilla y buena.

Pocos meses después fallecía el padre de la víctima, sin haber podido superar la pérdida del hijo, embargado por la tristeza.

Ochenta años después los recuerdos se convierten en fotografías borrosas en la mente de los familiares y parientes de los protagonistas de esta crónica negra, que prefieren enterrada y olvidada. La historia forma parte del capricho de quienes la escriben: unas veces porque acomodamos la realidad a nuestros intereses, otras, porque el eco de los firmes rumores sobre un hecho, sin ninguna duda, acaban prevaleciendo sobre la verdad.

El caldo de cultivo estaba preparado para este tipo de situaciones. Frente a la insensibilidad del caciquismo, la llegada de la II República, alimentó la lucha de las clases obreras por hacer valer sus derechos, ideas que arraigaron e inflamaron el espíritu de los más desfavorecidos, incapaces de saber con claridad dónde están los límites de lo que es justo o no, algo que jamás justificará la perdida de una sola vida humana.

Y la vida continuó. A comienzos de los años cuarenta Consolación Huertas, hermana del fallecido y heredera de la propiedad, vendió la casa de Pocopán y unas tierras anejas a Juan Ramos, mi abuelo paterno. Viene a mi mente el recuerdo de aquellas paredes de tierra encalada que contemplaron silenciosas tan siniestro suceso, entre las cuales discurrió parte de mi niñez entre juegos y deberes escolares.

Mis terrores infantiles fueron los de cualquier niño: miedo a la oscuridad, sobresaltos provocados por las bromas de mis hermanos… pero nunca, nunca, recuerdo haber visto la sombra de un fantasma reclamando justicia por aquellas estancias.

Fuentes consultadas:
Hemeroteca diario ABC y Heraldo de Madrid.

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