Cuando la inflación aprieta: el verdadero coste para quienes llenan la nevera

Cuando la inflación aprieta: el verdadero coste para quienes llenan la nevera
Objetivo CLM
Jueves, 20/11/2025 | Nacional | Sociedad, Economía

La inflación ha regresado a la vida económica de España como un invitado que no acepta excusas. Tras meses de altibajos que alimentaban la esperanza de una tregua, el Índice de Precios al Consumo (IPC) ha alcanzado un 3,1% interanual, situándose en su nivel más alto desde mediados de 2024. Esta cifra no es una abstracción estadística que solo concierne a los despachos del Banco de España; es una realidad que se materializa en el goteo constante de las facturas del hogar, en la menguante lista del supermercado y en la creciente sensación de inestabilidad que atenaza a miles de familias.

El Instituto Nacional de Estadística (INE) no dejó lugar a dudas al presentar el balance. “La tasa anual del IPC en el mes de octubre se sitúa en el 3,1%, una décima por encima de la registrada el mes anterior”, estableció. Esta precisión numérica es el frío resumen de un fenómeno mucho más complejo: mientras los precios escalan, la capacidad adquisitiva se resiente y la vida cotidiana se encarece, golpeando con especial virulencia el pilar más básico de todos: la alimentación.

El encarecimiento de los costes energéticos, el transporte y, sobre todo, de algunos alimentos esenciales, ha tensionado al máximo los presupuestos domésticos. La nómina, se evapora a una velocidad que supera con creces el ritmo de las subidas salariales. Como señalan organismos de consumidores como la OCU, la subida del coste de la vida real no siempre se ve compensada, lo que diluye el esfuerzo de los trabajadores. El país se enfrenta a la paradoja de trabajar igual o más para poder comprar menos, en un contexto donde algunos sectores empresariales celebran márgenes crecientes. La inflación, por tanto, trasciende su etiqueta económica para convertirse en un termómetro social que mide la brecha de desigualdad.

Es en el carrito del supermercado donde la crisis de poder adquisitivo se desnuda. La despensa se convierte en un escenario de decisiones difíciles, donde el ciudadano no siempre elige lo que desea, sino lo que la economía le permite. Muchos hogares se ven forzados a cambiar marcas de confianza, reducir cantidades o, directamente, renunciar a productos que antes eran habituales en su dieta, buscando alternativas más económicas.

Estas decisiones están lejos de ser triviales, pues la alimentación es un acto que combina preferencias, tradiciones y, fundamentalmente, capacidad económica. Cuando la presión inflacionaria domina el bolsillo, los hábitos alimentarios se transforman de manera silenciosa, pero profunda. Se prioriza el coste por encima de cualquier otro criterio y se opta por lo disponible antes que por lo nutricionalmente más recomendable. No es una cuestión de negligencia en la elección, sino de supervivencia dentro de un margen económico cada vez más estrecho.

En este contexto de sacrificio económico, surge una reflexión necesaria sobre las herramientas públicas de orientación al consumidor: ¿qué papel juegan los etiquetados frontales o un sistema como el Nutri-Score cuando la capacidad de elección está limitada por el precio?

Este etiquetado frontal, diseñado inicialmente para simplificar la información nutricional, se ve confrontado con una realidad económica que no encaja en su algoritmo. Su lógica parte de la premisa de que todos los consumidores tienen un margen de elección ilimitado y que la principal barrera para una dieta adecuada es la falta de información, no la falta de recursos. Sin embargo, en un entorno de escalada de precios, el criterio de compra principal para miles de españoles con ingresos ajustados no es el color de la etiqueta, sino el coste por unidad. La información, aunque valiosa, queda automáticamente subordinada a consideraciones económicas que terminan moldeando la dieta mucho más de lo que lo hace cualquier recomendación oficial.

El conflicto se agrava cuando observamos que el Nutri-Score, concebido con una lógica universal, tropieza con la diversidad alimentaria y cultural de España. Al generar una jerarquía objetiva de alimentos, penaliza de forma implícita algunos productos tradicionales, como ciertos quesos o conservas esenciales en la dieta mediterránea, debido a que su fórmula responde a criterios estandarizados que no dialogan con el complejo entramado de hábitos, necesidades culturales y prioridades económicas del país.

El sistema se queda corto porque asume un escenario ideal de igualdad económica que no existe en el día a día. En este contexto inflacionario, se hace evidente que el etiquetado nutricional, por sí solo, no puede resolver problemas que son de índole estructural. Para aquellos que gestionan un presupuesto bajo mínimos, la posibilidad de elegir un producto con una calificación alta a menudo queda fuera del alcance financiero. El sistema genera, sin quererlo, la ilusión de una elección libre cuando, en la práctica, es una decisión forzada por el coste.

La conclusión es clara: mejorar los hábitos alimentarios no depende únicamente de informar mejor o con más colores; depende, fundamentalmente, de garantizar que la población tenga los medios materiales para aplicar esa información. No basta con orientar; la política pública debe posibilitar el acceso. Y eso implica actuar con determinación sobre los precios, los salarios y la protección social, no limitarse a la regulación de los etiquetados.

A medida que la inflación persiste en presionar a los hogares españoles, se impone la necesidad de que las políticas públicas contemplen la alimentación desde una perspectiva integral y de justicia social. Esto significa trabajar activamente para reforzar los ingresos reales, promover ayudas directas a las familias más vulnerables, e incentivar la disponibilidad de alimentos asequibles que, además, sean nutritivos. Solo abordando las barreras económicas se podrá hablar de elecciones alimentarias verdaderamente libres.

El pico inflacionario actual nos obliga a una reflexión profunda: el derecho a alimentarse de manera adecuada no puede ser una cuestión individual, sino una responsabilidad colectiva. Una sociedad que se enorgullece de la calidad de su gastronomía y su cultura alimentaria no puede tolerar que llenar la nevera de manera digna se esté convirtiendo progresivamente en un privilegio. Si la alimentación saludable debe ser una posibilidad real para todos, es imperativo que el bolsillo deje de ser la principal barrera que dicte lo que comemos.

La inflación es un indicador económico, sí, pero actúa también como un espejo implacable: refleja qué sociedad somos y qué sociedad queremos ser. En ese reflejo, emerge con urgencia la necesidad de actuar, no sólo para contener la escalada de precios, sino para asegurar que, incluso en tiempos de tribulación económica, el acceso a una alimentación digna y equilibrada sea un derecho accesible para cada ciudadano, y no un lujo reservado solo para aquellos que puedan permitírselo.

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