Acercarse hasta un castillo del siglo XIII, en pleno medievo, significa descubrir una fortaleza como ésta, sin ventanas, saledizo, ni otros fundamentos defensivos. Una peculiar torre, pensada como abrigo de una pequeña tropa y apoyo a la población asentada en sus aledaños.
Su única puerta es pequeña y de medio punto. Su interior está vacío y sin rastro de construcción. En el exterior se vislumbra un contramuro de hormigón anterior al castillo.
En uno de los chaflanes de la torre de vigilancia existía un sillar con epígrafes que hoy se halla en el Museo de Santa Cruz de Toledo. Este sillar es una estela funeraria creada en memoria de un rico comerciante.
Estos pagos fueron reconquistados en el siglo XII, si bien ya se hallaban poblados con anterioridad, como demuestran las construcciones romanas y los restos correspondientes a la Edad del Bronce.
La demarcación en la que se sitúa el castillo de Malamoneda fue repoblado por el caballero Alfonso Téllez después de haberle sido entregado el lugar por Alfonso VIII en el año 1210.
En 1226 es vendido al arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, al igual que el castillo de Dos Hermanas y diferentes aldeas de los Montes. La alcazaba llega a manos de la corona durante el reinado de Fernando III El Santo, quien en 1246 compró todos los Montes por cuarenta y cinco mil maravedís de oro. También estuvo en manos de la Orden del Temple.
En sus arrabales encontraremos, perforados en la roca, sepulcros medievales.
El nombre de Malamoneda viene determinado por la leyenda de la existencia de un templario traidor, que consintió la entrada de los musulmanes en la fortaleza a cambio de una retribución en oro. Todos los moradores fueron muertos incluido el traidor. Cuando arribaron los refuerzos vieron los cuerpos lanzados desde el castillo hundidos y sepultados en las rocas de manera natural, excepto uno que retenía una moneda de oro entre sus manos.
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