“Participo en todo lo que pueda ayudar a mi pueblo”
Teodoro Martínez Bachiller nació en Trillo el día 29 de octubre de 1940, “un año después de terminar la guerra”, dice. Su familia era pobre. Había quedado huérfano de padre sin saberlo, con sólo dos años y medio. “No sé qué le paso. Mi madre, una mujer ejemplar, nunca nos habló de ello. Trabajaba sin parar y sin quejarse para que tuviéramos algo que comer”, cuenta. Se llamaba Dolores Bachiller Ochaíta. Y ella sí vivió una vida larga. Murió a los 95 años, siendo los últimos mucho más placenteros que los primeros.
Antonio no fue el único Martínez en marcharse antes de tiempo. Tres de los hijos de Dolores, todos mayores que Teodoro, murieron de niños. El sarampión, la varicela o “la baba, que le decían”, resultaban incurables. No había antibióticos. Aun así, son una familia extensa. Viven cinco, dos varones y tres hembras. Su madre, viuda desde muy joven, fregaba los portales de Trillo y trabajaba cumpliendo labores de casa para todo aquel que se lo pedía, y que podía permitírselo, “desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche”. Así que el hermano mayor de nuestro protagonista, en cuanto le sostuvo el cuerpo, se hizo agostero o “segador de la mies”. Poco después le salió trabajo de peón para construir la presa de Entrepeñas. “Cuando yo era aún un crío, él se marchaba el lunes por la mañana a trabajar, andando, y volvía el viernes, hasta que pudo comprarse una bicicleta”.
Había poco trabajo, y “pasábamos necesidad”, reconoce. “Fíjate si la cosa estaba seria, que pudiendo haberme librado de cumplir el servicio militar, quise ir para ver si podía luego reengancharme o hacerme Guardia Civil”. Antes de eso, a Teodoro le gustaba jugar al fútbol. Con los mozos de su quinta, Vicente Pérez, Angel Bodega y Antonio Bachiller eran sus mejores amigos, limpiaron de hierba un llano en el Ventorro, para construir allí el campo. “Fue don Morán, que le llamábamos, el que nos cedió el terreno”. Más tarde hicieron otro, que en este caso contó con la divina intervención de “Don Guillermo Heredia, un sacerdote que hubo en el pueblo”. Lo hicieron en el mismo emplazamiento que tiene ahora el helipuerto. Eran los mozos quienes cortaban los pinos adecuados para hacer la portería. “Luego encalábamos la madera y parecía una de las de verdad, con mallas y todo”. Angelete y Juan Luis eran los mejores peloteros de su época. “Los dos tenían buen regate y buen toque de balón”, dice. Teodoro jugaba de delantero centro. En sus años futboleros no había ninguna liga, sólo partidos ocasionales contra trillanos de quintas mayores o menores y también “contra los de Gárgoles o Morillejo”.
El trillano recuerda juegos de la infancia que ya nos han descubierto con anterioridad otros protagonistas de esta sección, pero también alguno nuevo. “Las chapas, las bolas y las balas”. Esa es su respuesta a la pregunta por los que eran los divertimentos de entonces, para luego recrearse en esta última y curiosa práctica. Sobre el canuto del proyectil cada chaval ponía unas “perrejas”. Con un céntimo de cobre, “teníamos que echarlo al suelo”, procurando que cayeran el mayor número posible dentro de un círculo dibujado. Las que lo hacían dentro, “eran tuyas”, cuenta.
Pronto tuvo que empezar a trabajar en el campo y en la construcción. “Mi primer sueldo lo gané con catorce años”. Repoblaron de pinos un monte en El Soto, y Teodoro participó de aquellas labores, con una cuba de una arroba al hombro, llevando la tierra y la planta, cerro arriba y cerro abajo. Hablar de aquella época le recuerda que la de la madera de las acacias no resiste como las de las coníferas. En uno de estos árboles, “había un nido de gorrión, y me subí al tronco para cogerlo”. El caso es que como por mucho que se estiraba no llegaba, se fue por las ramas, que no aguantaron el peso. “Caí encima de un montón de piedras”, recuerda. Su tía, que lo vio de lejos, pensó que se había roto la crisma. “Pero no. Fueron sólo unos rasguños”, ríe divertido contándolo en el comedor de su casa de la calle Arzobispo Muñoyerro.
También sale a colación La Farola como punto de encuentro que era, y que, si se fijan, todavía es, aunque sea en otro sentido. “Nos gustaba llamar la atención de las chicas desde allí, y a ellas también, porque muchas bajaban a la fuente sin necesidad”, dice.
Con cuatro añitos, Teodoro aprendió a nadar en la orilla del río, “en lo que es ahora la calle Jardines, antes sin muro, había un arenal que nos hacía de playa”, y a pescar poco después, “con una caña de palo, hilo de coser y un alfiler doblado como anzuelo”. El trillano asegura que los peces picaban. Ya de mozo, subía con su cuadrilla a las cuevas, porque “siempre hubo buen vino en el pueblo”. Los barbos del Tajo, unas sardinas arenques y un cucurucho de cacahuetes, pasaban de maravilla con un buen vaso en la bodega. “El vino era flojete y algo ácido. Pero aprendimos a quitarle ese sabor. Entraba suavecito”, recuerda.
Después de ser repoblador forestal, trabajó machacando piedra en la carretera, y aún más tarde en la construcción. Cuanto terminó el servicio militar, se marchó a Barcelona. Allí a conoció a una soriana de Montuenga, un pueblo que está Junto a Arcos de Jalón, con la que se acabaría casando. Un paisano, propietario una agencia de transporte, “de cargas completas, no de paquetería”, le ofreció un empleo en la Ciudad Condal, prácticamente hasta el mismo día que cerró la empresa. Después trabajó de nuevo en la construcción, y aún después montó el “Bar Los Claveles” en la calle del Ciprés de Cornellá de Llobregat. “Era un callejón no muy largo y sin salida que no estaba en zona de paso, así que aunque las amistades me ayudaron viniendo a verme a diario, aguantamos con él abierto poco más de dos años”, recuerda.
Como ahora, el panorama de los ochenta no era muy halagüeño, así que Teodoro se volvió al pueblo, aprovechando los años en los que se inició la construcción de la Central Nuclear. “Empecé con el hierro, y allí estuve hasta que las dos chimeneas se levantaron de la tierra”, dice. Su labor concluyó con la puesta en marcha del reactor. Comenzó entonces otra etapa profesional en el Ayuntamiento de Trillo, como operario municipal, hasta que le llegó el momento de la jubilación. Ahora es miembro activo de varias de las entidades del pueblo. Es el presidente de la Asociación de Jubilados, cargo que dejó en noviembre para que lo retome una nueva directiva. “Soy tesorero de la Asociación de la Virgen del Campo, también pertenezco a la Cofradía del Nazareno y Santo Sepulcro, y he sido muchos años socio del club de fútbol”. No cabe duda de que le gusta participar.
Gran aficionado a los toros, como les pasa a muchos trillanos, le hierve la sangre cuando los ve sueltos en el campo. “Es un orgullo ver como nuestras Vacas por el Tajo no hacen más que crecer”, opina.
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