Amaneció caluroso, como solía amanecer por estas fechas, aquel veranillo del membrillo. Era un lunes precioso, brillante, de esos días que la “rebequita-por-si-refresca” estorba, las medias tupidas sobran y lo que más apetece es oír cómo crujen tus pisadas sobre una alfombra de hojas secas en lugar de ver cómo se difumina la mañana sentada en el aula. Por eso aquella mañana entré a la clase de Filosofía de muy mala gana.
Don Sócrates, ataviado con su chaqueta otoñal sempiterna, la de cuadros príncipe de Gales en tonos marrones, advirtió nuestra desazón tan inapropiada y primaveral para un lunes por la mañana. Solo ante el peligro, frente a la clase y obviando la anormalidad de esos calores, preguntó como si nada si alguien conocía el significado de la palabra «infinito». Así, sin más. A bocajarro.
Como nadie contestaba, reacción típica tras el lanzamiento de la pregunta «boomerang», Don Sócrates con tiza en mano, giró 180º sobre sí mismo y comenzó a trazar una línea sobre la pizarra desnuda. Cruzó el tablero, subió por la pared derecha del aula y salió por la puerta, traspasando el marco hacia el pasillo como quien pasa al otro lado del espejo. Al transcurrir un cuarto de hora sin que volviese, en clase nos miramos unos a otros sin saber muy bien qué hacer y, con cara de circunstancia, decidimos marchar.
Dos soles del membrillo después, a la hora de la clase entró Don Sócrates tiza en mano, y en silencio, giró sobre sí, miró la pizarra y totalmente decidido, empezó a dibujar una línea desde la parte superior de la pared derecha de la habitación, uniéndola a la que había dejado trazada previamente. Ante nuestra mirada estupefacta soltó la tiza y frotándose las manos eliminando el polvillo, sentenció: “…Y ésta es, señoras y señores, mi definición de «infinito»”.
Desde entonces aprendí que existen tizas inagotables para dibujar el universo (infinito) y que pocos profesores enseñan tanto con tan poco.
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