Subiendo por la cuesta de San Miguel y dirigiéndonos al centro de la ciudad, nos encontramos con uno de los monumentos más interesantes, a la par que caprichosos, de la ciudad de Guadalajara. Se trata de la capilla de Luis de Lucena, un edificio que data de 1540, que fue fundando y tal vez construido por el humanista que le dio nombre.
Se caracteriza por un programa estético arriesgado en el que destaca una rica simbología tanto en sus elementos constructivos como decorativos.
En el exterior de la capilla, unas torrecillas cilíndricas, bajo un extraño alero, simulan una obra militar. Se trata probablemente, de una referencia, a la Fortaleza de la Fe; o tal vez, al Templo de Salomón.
En el interior, exhibe un carácter no menos caprichoso: tanto en las pilastras como en la tribuna que acoge la escalera de caracol que sube al piso superior, introduce una mezcla de estilos dórico y jónico además de sus bóvedas que desarrollan un programa iconográfico de características erasmistas y simbólicas.
En la segunda década del siglo XX, después de haber sido adquirida por el Estado, fue restaurada; desde entonces sirvió de almacén de la Comisión Provincial de Monumentos para depósito de obras de arte y hallazgos arqueológicos. Pero no fue hasta finales de siglo cuando es dotada de los necesarios elementos interpretativos para que se expusieran dignamente en las yeserías de la capilla de los Orozco, las esculturas yacentes de Juan Sánchez de Oznayo y su mujer, y algunos fragmentos de los sepulcros de los condes de Tendilla.
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